Comentario
Los desequilibrios europeos en cuanto a poblamiento, paisaje agrario cultivado, introducción de utillaje más eficaz, dimensión de las concentraciones aldeanas o distribución de centros urbanos, produjeron también una desigual incorporación al movimiento de renovación comercial entre las diversas regiones europeas, cuando aún prevalecía esta acotación regional y no se habían establecido las condiciones nacionales de entidades políticas y administrativas más amplias y heterogéneas. De ahí que, a la hora de establecer áreas de concentración comercial o rutas predominantes, haya que considerar por un lado la progresiva incorporación a la actividad mercantil de las diversas zonas continentales y por otro la apertura de nuevas rutas como consecuencia de la mejora en los medios y vías de transporte, el alejamiento del peligro de nuevas invasiones o guerras entre reinos y Estados o la mayor demanda de productos de consumo ordinario o extraordinario en los núcleos urbanos restaurados, refundados o levantados precisamente en torno a encrucijadas de caminos importantes.
Pero hay que considerar que, a pesar de las dificultades y cambios provocados en Europa desde la caída del Imperio romano occidental y el establecimiento de las monarquías bárbaras, el gran comercio internacional de la alta Edad Media no llegó a desaparecer, teniendo en cuenta el impacto bizantino primero y musulmán después que no interrumpió, sino que revivificó dicho comercio en la amplia cuenca del Mediterráneo oriental y occidental; a la vez que las invasiones normandas y el comercio frisón por el Atlántico movilizó riquezas y proporcionó objetos de lujo y dispendio a las cortes europeas germanas y eslavas o a los claustros catedralicios y monacales.
Por eso no debe extrañar que la Italia antes lombarda y carolingia al norte y bizantina e islámica al sur, con el enclave pontificio en medio, fuera pionera en la movilización de un comercio que comenzó siendo especializado por parte de algunos puertos y ciudades independientes que aprovecharon a partir del siglo X su ubicación estratégica entre las áreas de influencia bizantina, musulmana y post-otónida o romano-germánica. La impresión recogida por un lombardo anónimo ante la actividad veneciana de adquisición de suministros necesarios para el sustento por toda Italia, sin dedicarse a las faenas propias del campo, antes del año 1000, indica la excepcionalidad del hecho en un mundo mayoritariamente agrario y autárquico.
Como manifiesta R. S. López, una vez iniciada la experiencia de Venecia con el comercio de la sal o de Amalfi con el aceite, "la fiebre comercial se fue propagando por otros puertos italianos -Pisa y Génova a la cabeza de ellos-, y en menos de un siglo se contagió a las ciudades del interior, involucrando incluso a familias nobiliarias demasiado numerosas, cuyos patrimonios rústicos no les resultaban suficientes. En el curso del siglo XI se sumaron a este renacimiento comercial los puertos del Mediterráneo francés y de Cataluña, aunque su progreso e influencia sobre las tierras del interior fueron menos revolucionarios. Barcelona, por ejemplo, que fue la rival más poderosa de las ciudades italianas, se vio frenada por el peso de una monarquía exigente y de una aristocracia refractaria a la seducción del comercio. Hija primogénita de la revolución comercial, Italia conservaría e incrementaría su primacía económica durante toda la Edad Media".
En cambio, la gestación del área comercial normanda y ruso-oriental fue menos precipitada y más premiosa en su consolidación; a pesar del impulso inicial dado por los escandinavos y eslavos, éstos conectando por el este con el comercio bizantino e islámico (a través del Mar Negro y por medio de las rutas fluviales en las que nacieron los principados rusos de soporte mercantil) y aquellos colonizando por el oeste parte de las Islas Británicas, Islandia y Groenlandia.
Ahora bien, si todavía en estos siglos de la plenitud medieval (XI-XIII) la gran dificultad fue sobre todo la desigual difusión del comercio por la extendida escasez de demanda de productos de consumo diario, al prevalecer el autoabastecimiento propio de una sociedad autosuficiente y encorsetada en el marco de producción feudal, el surgimiento y proliferación de centros administrativos y urbanos, así como también la permeabilidad de las regiones fronterizas hispano-musulmanas, ítalo-bizantinas, báltico-eslavas y anglo-germánicas, promovió asimismo una actividad intercambiadora, manejada, según los casos, por los judíos, los primeros burgueses con franquicias y libertad comercial, los negociadores por cuenta propia o por delegación de señores laicos o eclesiásticos, los concesionarios de cecas y fabricantes de monedas, e incluso los dedicados a la piratería y el corso. Todo ello conviviendo con las grandes rutas que conectaban el Oriente más lejano con el Occidente más fragmentado en el transporte de la seda, las especias o las ricas telas, joyas y maderas preciosas procedentes de la China, la India o el Medio Oriente.
Este comercio internacional de productos de lujo, demandados por las cortes europeas y los dignatarios de la Iglesia, afectaba también a los objetos procedentes del Imperio bizantino y de los países musulmanes del Asia occidental y mediterránea o del norte de África, especialmente en las áreas de frontera entre la Cristiandad romana, ahora en expansión, y el Islam de al-Andalus, ahora en retroceso a partir del siglo XI. Pero dicho intercambio era en principio descompensado, pues Occidente apenas podía ofrecer de interés para musulmanes y bizantinos armas, paños de uso común y objetos ordinarios de demanda continuada y de uso cotidiano entre los productos elaborados, y materias primas como los minerales, alimentos, pesca o caza; mientras que Bizancio o el Islam proporcionaban, además de los objetos de lujo ya aludidos, medicinas, plantas aromáticas, perfumes, colorantes tintóreos o especias; en unos casos de extracción o producción propia y en otros traídos de Oriente y por su mediación introducidos en Occidente.
Poco a poco la tendencia favorable al comercio islamo-bizantino fue invirtiéndose en favor del Cristianismo europeo occidental, y si bien todavía en esta época (siglos XI-XII) no se puede hablar de una organización profesionalizada y regularizada por ley del comercio internacional y nacional, incluyendo medidas protectoras y de franquicias según los casos y los momentos económicos, las crisis bizantinas y de los países musulmanes provocaron la caída de la producción y del control comercial en ambas economías orientales, que necesitaron importar de Occidente productos a mejor precio y con mayor calidad que los propios.
Además de este planteamiento general, hay que tener en cuenta la provocación que pudieron suponer, en esta inversión de las corrientes comerciales, fenómenos político-sociales tales como las Cruzadas, las rutas de peregrinación -especialmente el camino de Santiago-, la colonización alemana del este, la dominación de la costa meridional del Báltico por las ciudades alemanas, la colonización norteafricana de los italianos y castellano-aragoneses o, como comercio especializado pero muy lucrativo, el trasiego y tráfico de esclavos. Todo ello en una implicación política que relacionó el comercio europeo, estrechamente, con los cambios políticos producidos en el Continente a lo largo de la plena Edad Media.
El largo tránsito de una economía cerrada a otra abierta en la que el número de mercancías, su valor y variedad fue aumentando progresivamente, iba a tener su cenit en el siglo XIII, en el cual la actividad mercantil se consolidó, aumentando sus áreas de influencia, mejorando su infraestructura y prodigando la moneda, los depósitos bancarios y los valores financieros y de crédito.
El desarrollo de cultivos y productos artesanos, destinados en buena parte a la exportación fuera de los lugares de origen, aumentó aún más el desarrollo del comercio, que se convirtió en el resultado más espectacular de la prosperidad económica del siglo XIII -como señala Le Goff-. La mayor seguridad en los caminos permitió la apertura de nuevas rutas que, como las de los Alpes, conectaron directamente los dos centros de desarrollo más importantes del continente: el norte y centro de Italia con Flandes, norte de Francia y el oeste de Alemania. El esplendor de una ciudad como Milán, descrito en 1288 por un cronista (Bonsevil de la Ripa, en su "De magnalibus urbis Mediolani"), justifica el asombro por contarse en ella: 200.000 habitantes, 12.500 hogares abiertos a la calle, 60 galerías o logias, 200 iglesias, 10 hospitales, 300 panaderías, un millar de tabernas o 40 copistas de manuscritos; así como el poder adquirir en dicha capital de Lombardía todo tipo de frutas, aves, pescados, carnes, vinos y especias.
Pero también la protección de los comerciantes y sus mercancías fue objeto de atención en el siglo XIII por parte de las autoridades publicas, al considerar su actividad como beneficiosa y necesaria para el progreso y el bienestar, a pesar de la siempre combativa doctrina de la Iglesia al respecto. Protección que se extendió igualmente al comercio fluvial y marítimo, en el que los avances técnicos en los navíos e instrumentos de navegación favorecieron de la misma forma el transporte de mercancías a larga distancia; siendo una novedad importante al respecto la constitución de los consulados del mar que las grandes potencias comerciales del Mediterráneo prodigaron por los puertos orientales y norteafricanos del "mare nostrum", así como la legislación marítimo-comercial, los mapas de navegación (portulanos incluidos) y las asociaciones mercantiles en comanda.
La construcción de grandes naves de transporte en el área de dominio de la Hansa, denominadas "kogges" (cocas en el Mediterráneo) de hasta 200 toneladas, permitió el traslado de mercancías pesadas (trigo, mineral, madera, carbón) a grandes distancias y en cantidades estimables. Y la aparición de los primeros códigos marítimos en Venecia (el de Jacobo Tiepolo en 1235 y el de Raniero Zeno en 1255), dieron paso a obras legislaciones mercantiles como la del "Llibre del Consolat de mar" que aparece en Barcelona al final de la centuria. Legislaciones controladas y reguladas por tribunales especiales, como el de la "Mercancía" de Florencia o el llamado "Parloir aux bourgeois" de París.
A lo largo de la segunda mitad del siglo XIII, a la vez que las relaciones entre las diversas partes de Occidente y del área oriental eslavo-bizantina aumentaron considerablemente, construyendo un sistema único europeo para el comercio, con prolongaciones en África, Asia y Extremo Oriente, el avance en las medidas protectoras y correctoras de la actividad mercantil permitieron desarrollar dicha actividad con garantías legales, materiales y personales, que evitaran los excesivos riesgos y animaran a la creación de grandes empresas comerciales o asociaciones de ciudades y centros económicos europeos.
De la excepcionalidad e irregularidad del incipiente comercio del siglo XI se había pasado por varias etapas que habían recorrido todo un camino de progreso y apertura en el que primero fue la conexión del Mediterráneo con Centroeuropa, después el contacto italiano con el Mediterráneo occidental, en colisión con las potencias castellana y aragonesa, luego la relación con las rutas norteafricanas del oro y las flamencas de los ricos textiles, y finalmente la instalación en el Mar Negro de los venecianos y genoveses camino de la India o de China. Es decir, toda una estrategia premiosamente ensamblada y debidamente protegida que haría de Italia y del norte de Europa dos focos económicos de arrastre y control del resto de las economías de los Estados occidentales, en los que a partir del siglo XIII, ya en la Baja Edad Media, las dificultades derivadas de las crisis obligarían a proteger los mercados nacionales pare evitar el hundimiento de la producción propia y aprovechar, en cambio, los beneficios que las economías de escala iban a procurar a partir del XIV en los países más desarrollados.
El alza del sector considerado como testigo espectacular del progreso de los siglos XI al XIII, el de los textiles, es el mejor ejemplo de conjunción de factores que en torno al desarrollo, mejora y protección del comercio fueron posibles gracias a la creación de un área única supracomercial que superó fronteras naturales, nacionales o productivas.